Por Juan Angel Cabaleiro

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Me pregunto si habrá un “discurso del odio” en las obras literarias, y la respuesta evidente es que sí, que en muchos de los pensamientos o diálogos de los personajes, y también en la voz subjetiva de los poemas, aparecen referencias agraviantes contra personas o instituciones reales. ¿Se le ocurrirá a alguien prohibirlas?

No conviene dar ideas, menos en un contexto político como el nuestro, en el que cada problema tiende a suscitar una nueva ley (o un nuevo ministerio, incluso); de este afán burocrático solo nos faltaba la reglamentación de los sentimientos, y es lo que ya se huele en el ambiente.

Lo cierto es que algún grado de censura o de coacción ha sido desde siempre la norma en la historia literaria, y que los momentos de libertad plena, como los que vivimos en la Argentina desde el retorno de la democracia, son excepcionales. Vistos desde una perspectiva histórica amplia (digamos desde Homero hasta el presente), esos momentos son gotas en el océano. Vivimos hoy en occidente en una especie de burbuja milagrosa e inestable, amenazada de continuo por la posibilidad del totalitarismo o la paranoia de los gobernantes, y debemos protegerla con celo. Durante la dictadura, la sola mención de conceptos como “pueblo”, “pobreza” o “justicia social” parecía alentar sublevaciones. En la concepción de los jerarcas del régimen, las creaciones artísticas influían en la conciencia del público y determinaban, en alguna medida, su comportamiento. En ese punto, hemos de admitirlo, estaban en lo cierto, y por eso todos los jerarcas de todos los regímenes la aplican, y la censura, con sus múltiples caras, prolifera. También por eso cobra auge y sentido la literatura de protesta ante la opresión, e incluso una literatura combatiente destinada a verter sobre los milicianos el inexorable ardor guerrero, como ocurrió durante la Guerra Civil Española o en los movimientos revolucionarios latinoamericanos. También nuestras guerras de la independencia se jalearon con los textos de la Revolución Francesa.

La literatura opera un influjo en la sociedad, sin dudas, pero ese influjo, en su inmensa mayor parte, es positivo, incluso si involucra al odio como sentimiento. Cabe esperar, eso sí, episodios grotescos o trágicos, pero son excepcionales. El crimen que pudiera cometer, por ejemplo, un lector exacerbado de El túnel, la genial novela de Ernesto Sabato, cae bajo su responsabilidad y compete a la justicia penal o a la psiquiatría, no a la literatura, y ese émulo alucinado de Juan Pablo Castel no puede ser la excusa para imponer mordazas.

La cabaña del tío Tom

Quizás el ejemplo más grandioso del influjo de la literatura sobre la sociedad esté en la obra de la novelista norteamericana Harriet Stowe, que significó un enorme impulso a la causa abolicionista en los años previos a la Guerra Civil Norteamericana. La novela, que tuvo un éxito incomparable en aquellos tiempos, generó una enorme oleada de empatía hacia la situación de los esclavos, pero también incubó toneladas de odio hacia el bando esclavista, y movilizó contra él innumerables combatientes. El propio Abraham Lincoln pronunció, en presencia de la autora, una frase que pasaría a la historia: “De modo que es usted la pequeña mujer que escribió el libro que ha iniciado esta gran guerra”.

Mal que nos pese, tenemos derecho al odio como a cualquier otro sentimiento, a sentirlo y a manifestarlo en novelas o poemas. Las formas de la censura, incluso aquellas subrepticias o matizadas, son estratagemas del poder para acallar a oponentes tal vez indignados o furiosos, y los empujan, con más fuerza aun, derecho a ese oscuro y antipático sentimiento.

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Juan Ángel Cabaleiro - Escritor.